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El problema no son las emociones

Los días en los que sentimos emociones agradables son una fiesta. Un danzar con la belleza de la vida. Nada nos cae mal. Ningún lugar es mejor que aquél en el que estamos. Todo nos parece perfecto. En los días buenos, no sentimos una fuerte necesidad de preguntarnos por qué nos sentimos bien… Solo disfrutamos la alegría del contento.

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Pero entonces, si sentirse bien es tan bello y sencillo… ¿Cómo pueden ser tantas las veces en que nos sentimos mal? El malestar y el dolor —una parte ineludible de la experiencia humana— no son algo que podamos evitar y muchas veces no sabemos cómo hacer para transitarlos. La vida tiene muchos desafíos, pero también es cierto que nosotros, sin saberlo, la hacemos aún más difícil. Esto no sucede porque seamos necios y obstinados (¡nadie es tan incoherente como para arruinarse la vida a sabiendas!), sino porque no nos conocemos lo suficiente.

Hoy tenemos mucha información acerca de cómo funciona nuestro cerebro. Sabemos, por ejemplo, acerca de las poderosas fuerzas que nos llevan a apegarnos tanto a los aspectos negativos de la vida. La fuerte inclinación que tenemos hacia las emociones difíciles se debe a que estamos programados para la supervivencia, razón por la cual necesitamos estar permanentemente “escaneando” los peligros que nos acechan, ya sean estos ciertos o imaginarios.

El problema no son las emociones. La palabra “emoción” deriva del latín “e-movere” que significa “mover desde…”. Las emociones son vitales y necesarias. Hablan de lo que nos mueve y conmueve. Muestran lo mucho que estamos conectados con todo y con todos. Quien las suprime, se duerme. Se vacía: se enajena de sí. Cuando suprimimos lo que sentimos, restringimos también nuestra capacidad de sentir lo que sentimos y, por lo tanto, de amar.

Pero nos resulta muy difícil gobernar nuestras emociones. Tan pronto como sentimos la más sutil sensación desagradable o dolorosa, la evadimos. Intentamos suprimirla. Sin embargo, las emociones difíciles no desaparecen y siguen insistiendo por emerger. Nos enojamos con la vida (¡o con nosotros mismos!) cuando nos sentimos mal, como si lo hiciéramos adrede. Nos cuesta adoptar un enfoque bondadoso y paciente que nos permita aceptar que las emociones no son nuestro enemigo, sino mensajeras de informaciones valiosas que, a gritos, piden ser reveladas.

La psicología, las neurociencias y las tradiciones espirituales están de acuerdo en que tenemos el poder para transformar nuestros estados emocionales. Pero ese poder requiere que nos conectemos con nuestros estados emocionales para que sean parte consciente de nuestras experiencias cotidianas. Necesitamos tener la clara intención de conocer qué es lo que sentimos. En el silencio, la contemplación y la meditación. Porque las emociones son el territorio en el que vivimos. Están aquí para ser navegadas. Y, para eso, necesitamos un mapa. Algún tipo de hoja de ruta que nos ayude a cambiar la creencia de “yo soy lo que siento” por “yo soy quién lo siente”. Y reconocer, con el tiempo, que todas las emociones son pasajeras.

Aunque a veces no son proporcionales con los hechos que experimentamos, las emociones son nuestra verdad. Son auténticas. Y necesitamos considerarlas como reales y necesarias. Nada sucede de la nada o “porque sí”, pero sólo podremos saber las causas y los móviles de lo que estamos viviendo si, en primer lugar, aceptamos nuestro mundo emocional.

Pero no contamos con el hábito de mirarnos a nosotros mismos lo suficiente. Es alarmante, sin ir más lejos, que hasta las palabras que designan emociones sean tan pocas y tan básicas. Por ello, en parte, también nos cuesta identificar con exactitud lo que sentimos. Tal vez, lo que necesitemos sean nuevas palabras para nombrar lo que nos pasa.

Para eso, les comparto algunos secretos de mi mapa personal de emociones. Esta forma de acercarme a mi mundo interno me ha ayudado, a lo largo de mi vida, a identificar con mayor claridad qué es lo que siento. A darle lugar y explorarlo. Espero que también pueda ayudarte en tu camino.

Para empezar, debemos saber que hay emociones muy viejas, antiguas e inconscientes. Están ahí, pero hay que hacer un esfuerzo para verlas. Son muy escurridizas porque parecen formar parte natural de todas y cada una de nuestras células. Pero no nos desalentemos: se muestran tan seguido y se repiten tanto que, al final, se pueden ver con total facilidad… Las vemos cuando nos angustiamos y entristecemos “como cuando éramos chicos”. O cuando nos sentimos confundidos o enojados. Están ahí donde nos aislamos con resentimiento y cultivamos ideas obsesivas, entre otras manifestaciones.

Por otro lado, están las emociones que provienen de las definiciones sociales. Son aquellas que provienen de los discursos ajenos que penetran a diario nuestros cuerpos y mentes. Por ejemplo: “las mujeres deberían sentirse mal si…” o “los hombres no deberían llorar…”, “es de débiles emocionarse…”, etc. Estas emociones son peligrosas porque son impuestas desde afuera. Y generan una fuerte tendencia a sentirnos mal a partir de lo que se supone que deberíamos aceptar o rechazar en nosotros y nuestras emociones.

Parecidas, pero distintas, son las emociones que provienen de creencias o sentencias que andan dando vueltas por ahí y, con total ligereza, definen cómo se supone que es la vida. Son aquellas máximas que dicen que “vivir es bello”, “vivir es espantoso”, “es difícil”, “la vida es fácil, no te la compliques”. Para trabajar con estas emociones, es importante rastrear quiénes nos han servido de modelo y quiénes, que nos rodean hoy, estamos tomando como ejemplo. ¡Cuidado! Tanto los pesimistas empedernidos como los optimistas negadores son muy peligrosos, pueden contagiarnos sus distorsiones.

Otras pueden ser las emociones simples del día. Son todos los sentires en el cuerpo. Las pequeñas reacciones de aceptación que nos apegan a algo. O de rechazo, que hacen que nos peleemos con ciertas experiencias y que tan sutilmente nos pueden arruinar gran parte de nuestras vivencias. A veces, se despiertan con comentarios al paso de alguien cercano (“tal me dijo tal cosa…”). Otras veces, son parte de nuestro diálogo interno (“qué feo que es esto o esta persona…” o “no soporto el frío (ni el calor, ni la lluvia, ni la humedad”). Es importante escuchar estas emociones, pero sin dejarse arrastrar por ellas.

También hay emociones que se derivan de otras emociones. Parece un juego de palabras, pero no lo es. Se ven con claridad cuando sentimos lo que sentimos y, a la vez, nos juzgamos por ello (“qué vergüenza me da sentir esto…”, “no está bien emocionarse…”, “qué feo es ser envidioso o sentirse mal…”, “no debería haber dicho o hecho tal cosa…”). Son algo engañosas porque, al desplazar la emoción primaria, nos desconectan de lo que sentimos en primer lugar.

Estas son sólo algunas de las emociones que forman parte de nuestros mundos internos. Lamentablemente, son muy pocas personas que observan sus emociones. Por lo general, esperamos a que lleguen a ser extremas y nos desborden. Paradójicamente, en el preciso instante en que nos desconectamos de lo que duele, nos estamos alejando de quiénes somos. Y de nuestra capacidad para sentir el amor y la belleza. En un mundo de personas alejadas de sus emociones, no es de extrañar que la crueldad y el maltrato sean moneda corriente.

El observarnos a diario (es decir, tener conciencia de lo que sentimos) puede hacer que nuestras vidas no sean desdichadas. Al saber qué sentimos, tenemos poder sobre nosotros mismos. Podemos elegir cómo relacionarnos con eso que sentimos. Y encontramos formas de diferenciarnos de lo que sienten otros. Al mismo tiempo, saber cómo funciona nuestro mundo emocional hará que sea mucho más fácil recuperarnos de los embates producidos por las confusiones emocionales de otros.

Afortunadamente, si nos conocemos nadie podrá quitarnos la libertad interior. Aprender a vivir más conectados con nuestra plenitud emocional nos vuelve más reales. Dejamos de ser seres enajenados de sí mismos (y sufrientes por ello). Lejos de ser débiles o más vulnerables (como solemos sentirnos cuando nos abrimos), nos sentiremos más fuertes. Y más conectados con la vida.

Ojalá que cada uno de nosotros pueda aprender a vivir desde la verdad de lo que su corazón le revele. Sin condiciones. Sin miedo a sufrir. Con la confianza suficiente en que todo cambia. Eso es lo que nos deseo a todos. Porque tengo la certeza de que un estado emocional difícil, por más ingobernable que parezca, puede ser una nueva oportunidad para sanar. Y, para eso, hay que explorar nuestras emociones.